Portada  |  31 mayo 2021

El valor de la calesita para un niño de 23 años

Ésta es una historia de amor sobre una familia de sangre y elegida, mientras la pandemia obliga a adaptarse y seguir adelante.

Actualidad

Por Adriana Sandro*

La cuarentena facilitó parar por un rato el acelere cotidiano. Y reflexionar sobre el valor del presente. Aunque hay hábitos que no cesan, como son los giros de la calesita que regalan sonrisas. 

Así como tampoco cesa el coraje de una madre viuda que lucha por el bienestar de su hijo, sino que continúa con impulso renovado. 

“Para Octavio la calesita es la palabra mágica, cuando se la nombramos ya empieza a pedir que le pongamos las zapatillas y salir en la silla de ruedas”, cuenta Gabriela Acosta, su mamá.

“Hasta con el yeso en la pierna iba a la calesita. Sacamos uno de los asientos, un chanchito frente al banco y dejamos un espacio libre para que Octavio pudiera subir con la silla de ruedas”, recuerda Tatín, el calesitero de Parque Chacabuco.

Pensá en Octavio y su mamá esos domingos de bajón que no se entiende el porqué de la pandemia y sus consecuencias. Cuando falta paciencia para esperar por lo que tanto se sembró y aún no da cosecha. Cuando estás cansado y no creés tener motivos para levantarte. Pensá en ellos.

“No estoy preparada para cosas malas con Octavio, tiro para adelante. Me recalcaron los médicos que tiene la vida indefinida, está hoy, está mañana, no sabemos si está pasado o dentro de un mes. Con él vivimos el día a día”, sentencia Gabi.

Un niño eterno

Octavio tiene 23 años y una discapacidad neurológica severa. Le dicen Oti. De sonrisa luminosa y corazón de niño eterno. Está operado de un tumor cerebral.  En el año 2000 tuvo su primera cirugía del cerebro, de donde le extirparon un tumor.

A Oti le descubrieron el cáncer cerebral cuando empezó a caerse reiteradas veces. Daba un paso y se caía. Los médicos decidieron operarlo de urgencia. El tumor ya era del tamaño de un tomate. Se iba a quedar ciego, sordo y mudo. No se sabía si iba a resistir durante o después de la cirugía. Durante su recuperación, tuvo un postoperatorio satisfactorio. Se le hincharon la cabeza, la cara y los ojos, hasta que un día pudo abrir un ojo. Lo primero que hizo al ver, fue pedir leche, en su vaso. Lo que tanto les gusta a los chicos. Así, de a poco, fue evolucionando hasta poder volver a ver, oír y hacerse entender. 

“Como secuelas de la operación, Oti se autoagrede, se golpea la cabeza y la cara. Había un tiempo donde no se podía controlar. Pasamos momentos muy difíciles por internaciones producto de la autoagresión. Hoy está más controlado gracias a la terapia y medicación”, explica Gabriela Acosta.

Mamá coraje

A Gabriela Acosta le dicen Gabi, Negri, Maru o Melli, porque tiene una hermana gemela. Su voz es dulce, tanto que contagia ternura. No es casual que se dedique a la repostería y a preparar panes para vender. Es viuda, extraña a su compañero de vida que para ella “está en el cielo como una estrella”, y así lo recuerda junto a sus cuatro hijos.

El papá de los chicos contrajo cáncer y murió hace once años. Gabi tuvo que remarla sola, con Oti, tres hijos adolescentes y el miedo a las drogas, al alcohol y al peligro de las malas compañías, pero logró una familia unida y con costumbres sanas. Los cinco viven juntos en el barrio de Parque Chacabuco.

“Desde que lo operaron a Octavio cambiaron muchas cosas. Me dedico a su cuidado todos los días, todo el tiempo. Siempre lo crié como a sus hermanos, todos por igual”. Aunque las necesidades de Oti siempre fueron mayores: durante seis años se alimentó por botón gástrico.

En la última operación de la pierna de Octavio hubo complicaciones. Verlo a él era como verlo a su marido cuando estaba con el respirador a punto de morir.

Gabi trabajaba como personal de limpieza en un estudio contable, pero tuvo que dejarlo para dedicarse a los cuidados de Oti. Así es como apostó a vivir de sus habilidades reposteras, como se puede apreciar en su cuenta de Instagram.

 

El amor de Tatín por los niños

La calesita de Parque Chacabuco se fundó hace 60 años. Antiguamente estaba ubicada en Asamblea y Curapaligüe, después se mudó a Emilio Mitre y Asamblea. Actualmente, está ubicada en Asamblea y Miró.

Fue fundada por don Agustín Ravelo. Padre e hijo compartían no sólo el mismo nombre, sino también el mismo apodo: Tatín. En 1960, Tatín padre ganó una licitación para instalar una calesita en Parque Chacabuco y su hijo decidió acompañarlo en el emprendimiento.

Ellos también tuvieron que atravesar dificultades, cuando en el año 2004 unos delincuentes entraron a la calesita para robar y la destrozaron. Sin embargo, salieron adelante y pudieron volver a empezar.

El mundo emocional de Ravelo dejó una fuerte herencia de amor y unión entre su carrusel y el corazón de los niños. Antes de morir, confesó: “Me gusta la posibilidad de darles una alegría a los chicos. Éste es un lugar que quiero. Aquí enterré las cenizas de mis padres y espero reposar junto a ellos el día que muera”.

La calesita, una parte de la familia

La calesita de Tatín es para Gabriela y sus hijos una parte de la familia.

“Está incorporada desde mi niñez. Seguí yendo cuando fui mamá de la mano de mi primera hija que ahora tiene 33 años. Llevé a mis cuatro hijos a esa calesita: a Alejandra, Mariana, Leonardo. El que más tiempo estuvo dando vueltas fue Octavio, mi hijo menor. Con él llegamos a ir todos los domingos y varios días a la semana y quedarnos hasta cinco horas”.

“A Octavio siempre le encantó la calesita, desde el año. Fue una de las cosas que él no se olvidó con el pasar del tiempo”, agrega afectuosamente.

Gabi tiene un vínculo familiar con los chicos encargados de la calesita Sergio y Pablo, además de las otras personas que eran parte del equipo y fallecieron.  “Los queremos como parte de nuestra familia. A Sergio lo conocemos desde el día 1. Oti lo reconoce como a un tío, le encanta agarrar la sortija, se nota que fluye y disfruta”.

El vínculo especial es recíproco. Sergio, quien trabaja allí hace 18 años, cuenta que a Octavio lo conoció desde que era chiquito. “El trato es especial, como con todos los chicos. No paga la vuelta igual que Karina, otra chica que es habitué. Tenemos una relación casi familiar. Cuando viene la madre, hablamos, nos acompañamos. Lo tratamos con cariño, con mucho amor. Me encanta hacer mi trabajo”.

 

Saber esperar

Gabriela explica con alegría que su hijo aprendió a esperar gracias a su lazo con la calesita. Esperar a que paren los juegos y la música. “Si estaba cerrada tenía que entender que había que volver otro día. Antes hacía un berrinche, pataleaba en la silla de ruedas”, agrega.

Cuando empezó a mejorar su pierna, empezaron a intentar que vuelva a caminar, pero no hubo caso, se fue deteriorando, ahora da unos pasos, siempre con ayuda.

Pero las dificultades no le impidieron seguir disfrutando. “Dejamos la silla abajo y empezamos a caminar hasta agarrarnos de uno de los hierros de la calesita, damos unos pasitos y nos sentamos. Antes se sentaba arriba mío y ahora es al lado. Enseguida quiere estar en mi pierna, porque Oti es como un bebé”.

La mamá de Oti cuenta que: “Hoy en día da como mucho cinco vueltas y dice listo, ya está. Pero quiere seguir yendo. Desde que está la pandemia, hace mucho que no puede ir a las hamacas”.

En diciembre del año 2020 todos se contagiaron de Covid-19. Octavio y Leonardo empezaron con los síntomas. “Octavio estuvo internado diez días. En realidad, los dos lo estuvimos porque nunca lo dejé solo”, asegura Gabi.

 

 

Las limitaciones y nuevos hábitos que trajo la pandemia

 

Desde que empezó el tema de la pandemia, fue terrible hacerle entender a los chicos que no se podía ir todos los días. Kari es “habitué” del carrusel junto a Octavio. Va con su papá y tenía seis años cuando fue por primera vez. Hoy tiene 43 años.

“No compartimos el banco con Kari como antes. Cuando pasamos por el parque y vemos que se juntó mucha gente, entonces evitamos la calesita, él presta atención, pero no se enoja”, resalta la Melli.

 

Antes de la pandemia, Octavio y su madre salían todos los días a caminar, a pasear. Acompañaba a su mamá a correr. Siempre tratando de incorporarlo a los diferentes entornos urbanos: Oti sabe lo que es un tren, un taxi, un colectivo o un avión.

Hoy a ambos les vendría muy bien una bicicleta con un asiento delantero para que su mamá lo pueda llevar a pasear.

Sergio, uno de los encargados de Tatín, explica que se acomodaron a los tiempos de coronavirus.

“No se permite el tránsito sin barbijo, tiene que haber distanciamiento social, redujimos a la mitad la cantidad de pasajeros que pueden ingresar, higienizamos la sortija en cada vuelta, controlamos que cumplan con el protocolo”, enfatiza.

La vida sigue dando vueltas como la calesita: nunca sabés a dónde te puede llevar.

 

Adriana Sandro es periodista en Telefe Noticias y Lic. en Psicología - MN 53315 

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