Portada  |  23 junio 2017

Los secretos detrás de La Salada: muertes, coimas y protección política

¿De qué hablamos cuando hablamos de La Salada? Se trata de cuatro grandes ferias que se distribuyen a lo largo de veinte hectáreas cada vez más colapsadas. Lee un repaso de los mejores capítulos del libro de Nacho Girón.

Actualidad

La Salada, como la birome o el dulce de leche, ya integra ese extraño panteón compuesto por los “inventos” argentinos más reconocidos. No importa si son o no son los precursores de su género; lo esencial es que tienen características propias que los hacen únicos e irrepetibles. Pero, ¿qué es exactamente ese gigantesco centro comercial que siempre se las ingenia para estar en el centro de todas las polémicas? Y más ahora cuando su principal referente mediático está detenido acusado de formar parte de una gran asociación ilícita para cometer distintos delitos.

Lo que se denomina genéricamente como La Salada en realidad es un conjunto de cuatro grandes ferias que se distribuyen a lo largo de veinte hectáreas cada vez más colapsadas de puestos de metal y de público hambriento de consumo.

Hay tres predios techados con cierto nivel de regularización (empresas registradas, con administradores visibles): Urkupiña, Ocean y Punta Mogote. El panorama se completa con la precaria e irregular La Ribera, llamada así por estar instalada a la vera del Riachuelo, sobre una calle que ya es prácticamente intransitable.

El crecimiento del gigante comercial de Lomas de Zamora se explica por la falta de interés y la poca capacidad de reacción de las autoridades, que no supieron o no quisieron ver la magnitud que iba a alcanzar. Cuando abrieron los ojos, ya era demasiado tarde. Sin embargo, su crecimiento se apoyó asimismo en el aval parlamentario que fue obteniendo gracias a una compleja mezcla de leyes, ordenanzas y decretos reglamentarios de dudosa efectividad.

La historia de La Salada, como revela en detalle el primer libro de investigación sobre el tema, es una suerte de culebrón con picos de tensión dignos de una novela, pero también peleas permanentes, traiciones interminables y disputas territoriales resueltas a los tiros.

Todo, todo lo que pasa en La Salada es plata. Y no hay metro de tierra que pueda quedar desocupado; sería un desperdicio. Por eso es común ver puestos instalados sobre las vías del tren, que se mueven en segundos cada vez que se acerca la locomotora. O compradores de todas las provincias que viajan miles de kilómetros con diez, veinte o cincuenta mil dólares para importar la feria a sus provincias.

La gran feria no es el punto más regularizado del país; tampoco el más ilegal. Es una marca arrolladora, sinónimo de oscuridad y corrupción o de éxito y sacrificio. Concentra todo lo bueno y todo lo malo del gen nacional. Y chorrea Argentina por donde se la mire: capacidad emprendedora, creatividad con tan sólo dos pesos en el bolsillo, buenas intenciones, pero también avaricia, visión de corto plazo, corrupción y la convicción de que todo “se puede arreglar”.

Todo, todo lo que pasa en La Salada es plata. Y no hay metro de tierra que pueda quedar desocupado; sería un desperdicio. Por eso es común ver puestos instalados sobre las vías del tren, que se mueven en segundos cada vez que se acerca la locomotora

Hará falta mucho tiempo y voluntad para que La Salada funcione de manera completamente legal, sin fisuras ni acuerdos espurios. Mientras tanto, recién está mostrando una parte de su verdadero poderío.

 

Y para conocer más sobre los secretos de la feria más polémica de Latinoamérica, acá van algunos extractos del libro que quien escribe estas líneas publicó  en 2011: “La Salada” (Ediciones B):

 

 

LA EXTRAÑA MUERTE DEL FUNDADOR DE LA SALADA

Cuando René Gonzalo Rojas Paz sintió los cordones cerrándose de manera infalible alrededor del cuello que alguna vez había sido robusto, seguramente hubo un profundo alivio y un profundo dolor. Dolor, porque el boliviano pionero y líder natural, fundador de las ferias que se instalaron en la zona conocida como La Salada, moría de la manera menos esperada: ahorcado en una celda individual minúscula en el corazón de la cárcel de Ezeiza. Alivio, porque los tormentos que venía sufriendo en las últimas semanas habían superado el límite de la crueldad: además de las denuncias por golpes, reducción a servidumbre, quemaduras, consumo forzado de distinta clase de pastillas y hasta intentos de violación, se sumaba el hecho de que su psiquis se había partido en varios pedazos.

Aquel día de primavera también hubo dudas sobre los extraños detalles del deceso del comerciante, muchos de los cuales todavía permanecen ocultos. El tiempo sólo generó que el caso se convirtiera en un verdadero misterio. Y dio rienda suelta a las hipótesis más descabelladas.

El recuento de internos del lunes 19 de noviembre de 2001 en el Módulo de Ingreso, Selección y Tránsito del Pabellón E había comenzado con puntualidad. A las ocho de la mañana, un ayudante de tercera del Servicio Penitenciario Federal caminó los escasos metros que separaban el Puesto de Control de la celda IE01, la primera de las quince que se extendían a lo largo del pasillo de aquella planta baja.

El agente gritó el apellido “Rojas” sin mirar la pequeña puerta con visor transparente que marcaba la diferencia entre la libertad y el encierro. Repitió el llamado, pero no obtuvo respuesta. Entonces, entró.

El administrador de Urkupiña estaba sentado en el suelo, con las piernas estiradas, la espalda apoyada sobre la pared lateral derecha y la cabeza caída hacia delante. De la parte inferior de una repisa empotrada nacía el nudo de dos cordones de tela blanca que terminaban en el cogote del detenido. Gonzalo ya no respiraba.

El verbo “colgar” no hace honor a la extraña manera con la que enfrentó la Ley de Gravedad: Gonzalo Rojas medía 1.80 metros, 60 centímetros más que el lugar donde eligió quitarse la vida

Cinco minutos más tarde, el doctor Juan Callava certificó la defunción. Y antes del mediodía ya habían llegado al sector no sólo el Alcaide Mayor Walter Herrero y el Alcaide Antonio Olivera, responsables de turno del Complejo de Ezeiza, sino también los miembros de la Unidad Criminalística de la Policía Federal Argentina.

El reducto donde el feriante había pasado sus momentos finales era un gélido rectángulo de dos metros de ancho por tres de largo, con un techo construido aproximadamente a 280 centímetros del piso.

No bien entraron, los peritos pasaron cerca de un lavatorio y un inodoro con espejo de metal pulido. De frente, observaron una ventana de 80 centímetros por 40 con dos hojas vidriadas y dos barrotes horizontales. Y a su izquierda, una cama con colchón, sábanas celestes y frazada roja, e incluso una mesada y un banquito.

De todos modos, la atención se focalizó sobre la estantería doble y su respectivo barral metálico, ubicados del lado derecho. Era el rincón donde se había colgado el vendedor de La Salada, aunque el verbo “colgar” no hace honor a la extraña manera con la que enfrentó la Ley de Gravedad: Gonzalo Rojas medía 1.80 metros, 60 centímetros más que el lugar donde eligió quitarse la vida.

El Servicio Penitenciario Federal trasladó los restos a la Morgue Judicial de la Justicia Nacional y dio el asunto por concluido. Los conocidos y compañeros del administrador, en cambio, acusaron al ámbito policial de instigación al suicidio: estaban seguros de que a Gonzalo Rojas, ese personaje que había gobernado con cierto éxito una feria millonaria y no había tenido miedo de enfrentarse a la mismísima Bonaerense, jamás se le hubiera ocurrido acabar con su existencia de una forma tan cobarde. Algo no cerraba.

La cúpula administrativa de Urkupiña había quedado detenida el 10 de septiembre de 2001. Setenta días después, el balance del encierro arrojaba un resultado demasiado negativo: acababan de perder a su líder y no tenían perspectivas firmes de cómo avanzaría su situación procesal.

Una vez liberados, ya sin los barrotes de Ezeiza que habían soportado durante casi un año y cuatro meses, Mery y Quique podrían haber elegido cambiar de rubro laboral o mudarse de barrio. Sucedió lo contrario: regresaron a Lomas de Zamora dispuestos a recuperar su rol en la feria. Enseguida entendieron que, sin Gonzalo Rojas, el ahorcado, La Salada no volvería a ser la misma de antes.

 

LA PRIMERA COIMA

Cuando Jorge Castillo y Antonio Corrillo inauguraron el paseo de compras Punta Mogote, quisieron cambiar enseguida el orden establecido de esa zona que pujaba para dar el salto definitivo hacia la masividad. No fueron pocos los que dieron por sentado que se venía una batalla enorme. Y tuvieron razón.

Los ánimos estaban caldeados en La Salada cuando los administradores de la nueva feria comenzaron a planear la secuencia de trámites, presiones y coimas con la que iban a obtener su primer permiso por parte de Lomas de Zamora. Esa populosa localidad de casi 600.000 habitantes estaba comandada aquel 1999 por el intendente peronista Bruno Tavano, alfil del dirigente justicialista Eduardo Duhalde.

Por un lado, el papelerío necesario se armó con la ayuda de varios asesores y se presentó como correspondía ante el área de habilitaciones. Por el otro, se negoció por atrás la forma de acelerar los tiempos políticos. Esta es la verdadera historia de cómo se consiguió ese papel en tiempo récord, reconstruida por dos importantes empleados de Punta Mogote, un funcionario cercano al entonces intendente y un ex concejal del radicalismo. Aún más: los protagonistas del siguiente relato no negaron la información y hasta confirmaron varios de los detalles aportados off the record por esas fuentes.

Jorge Castillo no se inmuta ni niega ningún dato cuando se le menciona cada detalle de la maniobra económica para obtener la habilitación. "En este país es imposible hacer las cosas en regla, con orden, como corresponde. ¡Hay tanta burocracia y tanta traba!", justifica.

Nadie recuerda si fueron los autodenominados “gestores” los que fueron a buscar a Jorge Castillo o si fue al revés. Lo cierto es que en noviembre el ideólogo del tercer paseo de compras se juntó en una estación de servicio con quienes aseguraban poder conseguir los sellos necesarios para que el emprendimiento abriera cuando quisiera.

Nadie parecía nervioso en ese encuentro. Y no hubo que usar muchas metáforas para ir al nudo del asunto.

- Bueno, muchachos, ni me tienen que explicar cómo es esto porque yo tengo calle…-disparó Castillo, como para generar confianza.

- Mejor así, entonces no va a haber problemas. ¿Cuántos puestos tenés? –preguntó uno de los dos hombres que tenía enfrente, antes de tomarse su café negro de un solo sorbo.

- Son 1000 en total, pero por ahora están funcionando bastantes menos.

- Ah, es grande el tema. Eso implica que hay que tocar a mucha gente y repartir la guita entre más. No va a ser barato, eh.

- ¡No demos vueltas! ¿Cuánto?

Los negociadores generaron unos segundos de suspenso como si el monto no estuviera definido.

- Entre una cosa y otra, cerremos en $500.000.

Castillo estuvo a punto de mandarlos al diablo. Sin embargo, analizó rápidamente las consecuencias de una respuesta negativa. Sabía con la misma certeza con la que pronunciaba su apellido que era la única manera de conseguir lo que quería y callar a sus competidores de Urkupiña y Ocean. Finalmente, inclinó su cuerpo sobre la mesa y propuso:

- Está bien, hecho. Pero lo hacemos en cuotas. Una parte al principio y el resto cuando esté todo terminado. ¿Okay?

La maquinaria espuria del poder político se puso en marcha esa misma tarde. Todas las fuentes entrevistadas afirman que el intendente Tavano jamás participó de ninguna reunión sino que el acuerdo se armó desde los estratos inferiores de la municipalidad. “En esa época el tipo estaba apunto de terminar su segundo mandato, se había quedado sin apoyo y cada funcionario tiraba para un lado distinto. Eso no quiere decir que no se haya llevado un mango”, explica uno de los miembros del Concejo Deliberante entre el 95 y el 97.

Luego de cerrar el trato, los responsables de Punta Mogote transmitieron a los feriantes la necesidad de una “contribución extra”, aunque en el fondo todos sabían de qué estaban hablando. Diez de los vendedores fundacionales recuerdan haber efectuado ese pago.

Fue el mismísimo Jorge Castillo quien entregó los primeros $200.000 en un lugar cercano al Puente La Noria. Ya estaba en marcha el plan que supuestamente iba a solucionar de raíz todos los problemas que había generado el desembarco del tercer jugador de La Salada.

Jorge Castillo no se inmuta ni niega ningún dato cuando se le menciona cada detalle de la maniobra económica para obtener la habilitación. "En este país es imposible hacer las cosas en regla, con orden, como corresponde. ¡Hay tanta burocracia y tanta traba!", justifica.

Ante la pregunta de si admite lo narrado por cinco fuentes de información con respecto al pago de dinero en negro, el administrador responde inmediatamente y elige estas palabras: “El permiso lo gané por peso, por poder, por manejo social y del barrio. Si me hubiera quedado quieto todavía lo estaba esperando. Ese trámite sale $66, pero si vas por el carril estipulado no te sale nunca. Si ellos no quieren, nunca. Y para que ellos quieran los tenés que adornar. Así funciona la Argentina, en todo. ¿Qué pienso? Está mal, pero desgraciadamente todos terminamos ahí, porque nadie corrige ese sistema”.

El 10 de diciembre de 1999, 72 horas después de oficializar con un sello el funcionamiento de los predios de venta de La Salada, el intendente le dejaba su sillón a Edgardo Di Dío, el radical que lo había aplastado en las elecciones distritales.

Una de las primeras medidas de ese dirigente de la Alianza fue, precisamente, revocar las habilitaciones de su antecesor. Nadie se preocupó: ya estaba demostrado que, con o sin papeles, en esa zona del Conurbano se podía hacer lo que a cada uno se le antojara.

 

COIMAS A LA POLICÍA BONAERENSE

Por primera vez, uno de los encargados de la recaudación ilegal del cien por ciento de La Salada acepta revelar los pormenores de su “labor”; se trata de un hombre que recibe el sueldo estipulado para su rango pero que no se dedica a cuidar a la población. “Estoy en la nómina y sigo ascendiendo como hay que ascender. Es sólo una pantalla”, arranca frente al grabador, sentado en un sitio público elegido por él, condición que de todas formas no alcanzará para quebrar su incomodidad constante.

Su premisa será que “la misma estructura está armada para que haya corrupción”. “Cuando entrás a la taquería, hay corrupción hasta en los operativos de tránsito –insiste-. A mí me daba miedo, y pensaba por qué carajo me había metido en esta profesión”. Sin embargo, la mentalidad le cambió después de estar parado una tarde cerca de la avenida General Paz, donde permaneció en un segundo plano con una ametralladora en la mano, mirando cómo sus jefes le exigían billetes a los que circulaban en sus vehículos. Al final de la jornada, le entregaron $1200, el 80% de lo que ganaba en un mes.

El tiempo le tenían preparado un destino especial, al que hoy denomina como “el punto que más plata negra le aporta a la cana”. “Yo junto para todos. No hay otro policía en la provincia que genere la caja que estoy generando yo. No hay otro que le de a un comisario o a un comisario inspector la que le doy yo”, se alaba.

Un comisario inspector, con todos lo que curra, se puede llevar casi cien lucas en negro cada treinta días.

Vestido con remera, jean y zapatillas deportivas, se dirigió directo al predio de Punta Mogote, que ya era conocido a nivel mediático. Allí, se encontró con Jorge Castillo.

- Buenas, yo soy… -saludó.

- ¿Vos vas a estar a cargo de todo? –lo interrumpió.

- Sí...

- ¿En serio? ¿Y qué vas a hacer? Con esa cara de boludo...

El visitante ya sabía que el líder era “un bocón”, así que tuvo paciencia y rogó para sus adentros que no lo denunciara.

- Estamos buscando a los capos como vos para recaudar una moneda, pero queremos hacer algo bien. No vengo a buscar quilombo, sino te hubiera allanado o te hubiera roto la cabeza. Si me podés dar un adicional, al menos…

La conversación se fue tornando amena. Y Jorge cedió:

- Bueno, dale, dame dos o tres móviles para que custodien los alrededores...

Ahí empezó la relación, que no demoró en extenderse hacia Urkupiña, Ocean y La Ribera.

El negocio de los uniformados se accionó, precisamente, con el pago de patrulleros y personal “extra” por parte de la ferias, una prestación que deberían proveer sin exigencias paralelas. La segunda pata de la connivencia se basa en la cobranza de “unos mangos” a aquellos comerciantes que quieran vender marcas falsificadas. Por supuesto, toda la transacción se lleva a cabo sin papeles de por medio.

Un pez gordo de la zona, que se encariño con los efectivos enviados por la fuerza de seguridad, les terminó dando consejos para sobrevivir. Les dijo:

- No pongan la cara, manden a otra gente. Y no sean angurrientos: no se la coman toda ustedes; repartan a la Distrital, a la Brigada, a la local. Vayan con cuidado; acá se mueve un dineral que los puede confundir.

Ellos aprendieron, y lo del “dineral” se hizo realidad. “Sumando lo que se junta en La Salada completa, estamos hablando de unos $40.000 por jornada de feria. Más o menos son casi $400.000 mensuales”, calcula enseguida el responsable del sistema.

- ¿Entre cuántos se distribuye ese dinero?

- ¡No somos tantos tampoco! El que menos gana es el que está de servicio, que se va con $200 por noche más un plus. Los cobradores, que están de civil, $400. Los encargados que andan conmigo, $600. Y los superiores, un precio fijo por día de feria. Un comisario inspector, con todos lo que curra, se puede llevar casi cien lucas en negro cada treinta días.

- ¿Entonces la cúpula sabe lo que hacen?

- No sólo ningún jefe de la policía desconoce que se hace caja, sino que ellos están rogando que se haga. Tenemos que hacer caja en todos los rincones.

- La zona está compuesta por veinte hectáreas. ¿Cómo se organizan?

Justamente eso... hay un orden, hay sectores ya divididos.

- ¿Cómo se blanquea la ganancia?

- Como la blanqueamos todos: a nombre de un tío, de una abuela, de un familiar cualquiera, de un amigo. Ninguno tiene bienes a su nombre. Yo no tengo ni el auto a nombre mío. Mi declaración patrimonial es nada.

 

PROTECCIÓN POLÍTICA

- La Salada está blindada y protegida. No hay nada de qué preocuparse –le reconoció un alto funcionario nacional a uno municipal a finales de los noventa, en pleno segundo mandato de Carlos Menem.

Corrían los primerísimos tiempos del mercado y todavía era inimaginable que aquel barrio marginal cambiaría de una manera tan drástica. Aún así, la frase terminaría siendo una profecía: realmente no había nada de qué preocuparse; por acción u omisión, la política y las fuerzas de seguridad permitirían que la zona se convirtiera en un agujero negro.

La sistematización del negocio y la instalación de la mayoría de los puestitos de Ingeniero Budge se produjeron entre 1991 y 1999, en el marco las dos gestiones de Eduardo Duhalde al frente del ejecutivo provincial. “Nosotros no tuvimos nada que ver. Ahora porque es un lugar conocido, pero en su momento no le importaba a nadie”, opina uno de sus operadores.

Duhalde se lava las manos. “Es un fenómeno que nunca me interesó. Nunca fui y no tengo referentes ahí”, sostiene, a pesar de ser un tradicional líder de Lomas, su patria chica. Cuando se le recuerda que las habilitaciones las firmó su alfil Bruno Tavano, su respuesta es: “¿Ah sí? Puede ser. No me acordaba”. Y hasta se atreve a criticar: “Siempre parece que la van a regularizar y al final no pasa nada. Tiene más vidas que un gato”.

El emprendimiento ferial supo dividir las aguas. Mientras por un lado se aprobaban ordenanzas que le daban sustento jurídico, al mismo tiempo se lo calificaba como un “territorio liberado”.

El ex presidente Néstor Kirchner mantuvo una relación ambigua con La Salada: dejó fluir su desarrollo aunque también fue el primer político que dio luz verde para contenerla dentro de ciertos márgenes.

El golpe inicial se engendró en el período 2003-2007, con el peronista Felipe Solá en el sillón de gobernador bonaerense. La misión de controlar el comportamiento del paseo popular de recayó en Santiago Montoya, entonces subsecretario de Ingresos Públicos de la provincia.

La postura pendular del kirchnerismo con respecto al enorme negocio popular queda en evidencia con los contradictorios criterios políticos que se aplicaron entre 2003 y 2010.

Un ejemplo: durante su mandato, Néstor recibió en la residencia de Olivos a un jovencísimo Martín Insaurralde que aún era secretario de Gobierno del intendente Jorge Rossi pero que a partir de octubre de 2009 heredaría el tan preciado cargo.

- Viste el temita que tenemos con las ferias… ¿qué opinás? –consultó Insaurralde.

El presidente estaba más relajado que de costumbre, por lo que el diálogo fue fluido.

- Y… es un fenómeno social de una Argentina en crisis; hay que dotarlo de infraestructura –le respondió.

Las últimas palabras fueron casi un mensaje de esperanza:

- ¡Eso lo tenés que organizar! Vos sos joven y tenés tiempo. ¡Hacélo! El estado tiene que encargarse de darles las herramientas…

Un último ejemplo de las paradojas del entramado kirchnerista lo protagonizó Guillermo Moreno, el fiel secretario de Comercio Interior, que el 16 de abril de 2010 citó a un centenar de fabricantes textiles a su base de operaciones en el centro porteño.

- Quiero que retrotraigan los precios a los que regían hasta el 22 de marzo –indicó, seco.

El hombre hizo un silencio que duró apenas segundos, lo suficiente como para que lo increpara una empresaria que trabajó en Urkupiña, Ocean y Punta Mogote.

- ¡Usted no tiene idea por qué aumentamos! ¡La competencia es terrible!

- ¡Está todo dicho! Si quieren aumentar, me tienen que traer un informe que justifique por qué –respondió, molesto.

- ¡Ah, que bárbaro! ¿Por qué no viene conmigo a las tres de la mañana a las ferias así ve con sus propios ojos contra lo que estamos luchando?

Ante la mirada sorprendida de los presentes, Moreno dijo:

- Yo no me puedo meter del Riachuelo para allá…

Y cortó la polémica, sin más. No hubo repreguntas o especificaciones, pero varios salieron de la sala masticando sabor a desigualdad e injusticia.

Una fuente de la secretaría, que estuvo presente en la reunión, jura que le escuchó decir a su jefe:

- ¡Este es un gobierno popular y con La Salada no se va a meter! Es más, la va alentar, porque es el shopping de los pobres…

La discusión política no está zanjada: los bandos se reparten entre quienes apoyan los esfuerzos para encarrilarla hacia la legalidad y quienes prefieren no asumir los riesgos que significa enfrentarse a tantos intereses interconectados. En el fondo, el mercado es sinónimo de oportunidades para muchos habitantes, la panacea de los “punteros” territoriales y una interesante caja de financiamiento partidario.

 

TALLERES CLANDESTINOS

Por la gigantesca cantidad de productos textiles baratos que mueve, La Salada es señalada por los empresarios del rubro como la gran culpable del trabajo esclavo en el país. La informalidad que sin dudas la rodea la convierte en un blanco perfecto; le atribuyen toda la evasión impositiva, toda la deslealtad comercial, todas las irregularidades del precario sistema de confección. La realidad es bastante más compleja.

“En realidad, hay talleres clandestinos detrás de todo el ámbito textil. No es que hay una cadena de explotadores que nutren solamente a La Salada, sino que nutren a la industria en general”, sostiene el fiscal Marcelo Colombo, a cargo de la Unidad de Asistencia en Secuestros Extorsivos y Trata de Personas (UFASE).

No existen estimaciones rigurosas sobre el fenómeno, pero los números que circulan son abrumadores.

Las organizaciones no gubernamentales que se ocupan del tema calculan que sólo en la Ciudad y en la provincia de Buenos Aires habría no menos 15.000 talleres clandestinos; allí se desempeñan bolivianos, peruanos y, en menor medida, ciudadanos locales. Es que a pesar de que la textil es una de las industrias que recibe más ayuda estatal y de que su facturación supera los $6000 millones anuales, no se caracteriza precisamente por sus niveles de formalidad.

En un ataque de sinceridad, en 2008 la Cámara Argentina de la Indumentaria se animó a reconocer que el 78% de su sector estaba en negro. Luego, el cálculo disminuyó: en 2010 aceptaron que la mitad de los 165.000 empleados del rubro permanecía en condiciones de precariedad o esclavitud. Por su parte, las ONG aseguran que son entre 150.000 y 200.000 en todo el país, sobre un total de 250.000.

El Gobierno nacional se desentiende argumentando que los controles a los galpones de confección son constantes y que no se puede equiparar uno "clandestino" con uno informal". La diferencia es válida: en los primeros se utiliza mano de obra indocumentada y retenida a la fuerza; en los segundos, falta la habilitación y no se abonan las cargas tributarias correspondientes.

Hay numerosos expedientes judiciales en danza que demuestran, contra lo que se creía en el pasado, que los talleristas ilegales producen tanto para las ferias populares –muchas veces, con falsificación incluida- como para importantes empresas consolidadas. De una manera u otra, es el lado más salvaje del capitalismo: la voluntad de sacar la máxima ganancia, sea como sea.

Las causas de la explotación deben rastrearse en la composición de la cadena de valor textil: del costo total de fabricación de una prenda, un 30% va a parar a su comercialización, un 25% al desarrollo de la marca, otro 25% a impuestos, 8% a tela, y los valores continúan descendiendo. Finalmente, el responsable de un taller absorbe el 3%; por eso, se lo suele señalar como una suerte de delincuente que, a su vez, es explotado por el sistema. Para colmo, de ese mísero porcentaje salen los honorarios de sus contratados.

La falsificación es otra de las polémicas que envuelve al famoso centro de abaratamiento. En cada uno de los accesos a los paseos hay carteles que advierten que “se encuentra prohibida la venta de mercadería en infracción a la Ley de Marcas”. Sin embargo, la zona está plagada de imitaciones burdas.

De esa manera, queda en evidencia la espiral de agujeros que atraviesan ese rincón del Conurbano: la política con su falta de voluntad; los juzgados con su indecisión; las ferias con su aprobación implícita, escudadas en el argumento de que no tienen “poder de policía”; los efectivos con sus recaudaciones en negro a cambio de “protección”.

Tal vez esta sucesión de problemáticas justifique por qué La Salada es un "emblema mundial” de lo ilegal según la Unión Europea (UE) o un “paraíso para el crimen organizado” según la Oficina del Representante Comercial de Estados Unidos (USTR). Aunque algunas de las definiciones suenen exageradas, el correr del tiempo fue demostrando que las connivencias no son gratuitas para la imagen de Argentina.

Por  Nacho Girón (@nachogiron) Columnista de Telefe Noticias y autor del libro “La Salada: radiografía de la feria más polémica de Latinoamérica”

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